sábado, 25 de marzo de 2017

CEGUERA

…vio a un hombre ciego de nacimiento.
(Jn, 9,1-41)



Padezco de ceguera, Señor.
Pues, no acabo de verte en el extranjero que me ofrece
un manojo de discos a cambio de unas monedas.
Ni en el vecino
que perturba mi sueño solicitando mi ayuda.
Ni siquiera, tal vez,
en el sollozo del niño que no puede dormir…

Padezco ceguera, Señor, pues no acabo de entender
que mi corazón debe ser inaccesible a todo egoísmo,
que mis manos deben correr hacia el mendigo,
que mi bolsillo no debe gruñir porque esté vacío,
que mis labios no deben perderse entre rezos vanos.               

Tras la ceguera de la cada noche mía,
de infortunios y olvidos,
qué prodigio la contemplación de tu Luz de cada día…

Señor, déjame que yo ponga el barro,
pon Tú la saliva.  Y úngeme.
Tú serás la luz de mis ojos. Y de mi vida.
Y yo, como en un nuevo nacimiento,
venceré mi ceguera,
y seré  portador de tu Luz admirable.  

jueves, 23 de marzo de 2017

JAIME CABOT BUJOSA

A JAIME QUE ESTÁ EN EL CIELO


Cuando hace días mi amigo Carballo me pidió unas letras sobre ti, -¿qué podría yo decir de don Jaime, para la posible edición de un libro homenaje?-,  me vino al corazón aquello de Quevedo: Hálleme agradecido y no asustado. Porque si bien nunca he recelado  hablar bien de personas que siempre he retenido en mi corazón agradecido, tratándose de ti, Jaime, más todavía siento el gozo de poder rememorar tu excelencia humana. Sí, porque siempre has sido para mí la medida del corazón humano. Y, a la par, hacer memoria de tu no menos grandeza ascética. ¡Un referente sacerdotal, digno de ser emulado! Por ello, aunque parezca fruslería por mi parte, quiero evocar en breves líneas algunos rasgos de tu vida que tanto impresionaron a mis años de joven y de adulto.
Me llevabas muchos años, pero siempre fuiste para mí-¿y para quién no?- brote de tinte primaveral. Fuiste camino de mi alma “fuguillas”. Y me resultabas inmensamente “especial”… Cuando en la capilla nos anunciaban que “don Jaime estaba en el confesionario”, allá corría junto a la riada de compañeros. Tus oídos atentos a mis naderías, tus palabras acertadas como silbos amorosos y tu media sonrisa de complacencia… todo me invitaba a asociarme a la paz interior que trasmitías. Y hasta como profesor de la aritmética de entonces,  me hiciste gustar los números, muy a pesar mío, pues no iba yo para matemático.
Con las lógicas diferencias que los tiempos imponen, también de mayor, ya como educador en el Seminario Menor, tu mesura se infiltró dulcemente en mi vida. Sentía ilusión de hablar contigo, hombre de locución breve y de gestos extremadamente amables, sobre todo cuando coincidíamos en el refectorio y, entonces, me notabas contrariado por cualquier  minucia sufrida con los alumnos. ¡Cuántas veces me sentía azotado por un haz de pequeñeces, que tu acertada palabra de ánimo y discreta sonrisa me hacían superar!  ¡Y más tarde, lo mismo! Como cuando, a mi vuelta de Lyon, pasé por Mondoñedo para conocer y entrevistarme con el Obispo Gea, te interesaste por mí y mi futuro inmediato.  Tuvimos un encuentro tú y yo altamente humano. Tus palabras inundaron musicalmente mi corazón, anegado ya en profunda crisis de identidad ministerial. Noté que te traicionaba  un hilo de lágrimas resbalando levemente por tu rostro, cuando te di a conocer mi firme decisión de secularizarme.
Se dice que cuando el silencio irrita, llega a desconcertar, pero nunca fue ése tu caso. Tu presencia, por veces silenciosa y siempre prudente, conciliaba. Tus silencios, ciertamente, contenían una fuerte carga comunicativa. Y tu frágil figura danzarina, tropezando alegremente con tu sotana, envolvía fructuosa reserva de entrega fraterna;  y el revoloteo de tus dedos, casi fuera de las manos, como al compás de tu solidaridad,  era todo un icono de preciado valor.
 Siendo yo unos años sacristán en el Seminario, gocé la suerte de sorprenderte muchas veces hincado de rodillas con tu mirada perdida en el sagrario y la luz tenue del lampadario bañando el gesto íntimo de tu rostro. ¡Todo un hombre de Dios! me decía aquella estampa de pureza mística. No en vano, por gracia divina, fuiste fiel orfebre manejando a la perfección el buril de tu profunda  espiritualidad.
Fuiste hombre adornado providencialmente de una exquisita humildad. Sabías mucho y lo disimulabas mucho más con tus medidas palabras, sin sobresalto, ante cualquier conversación llevada a cabo por quienes compartíamos el gozo de formar parte de un equipo muy unido de formadores y profesores del Seminario.
Supe de tu dedicación a los enfermos e indigentes por mis contactos catequéticos en el barrio de Los Molinos. Cuando te enterabas de una necesidad, te sobraba tiempo para acelerar tus pasos por aquellas callejuelas.  Tu dinero dejaba de ser tuyo. Tu palabra de consuelo abonaba el corazón de familias dolidas. Y tus lágrimas asomaban felices. Un recuerdo imborrable para mí, fueron tus ojos humedecidos ante personas desahuciadas, cuyos nombres, sin duda, están ya escritos en el mismo Cielo que tú habitas.
La clave de tu vida fue, pues, la solidaridad. Fue tu evangelio encarnado. Sí, tu  idea-bandera no era otra que el compromiso con los desfavorecidos, donde no dejabas espacio a la frivolidad de consideraciones meramente altruistas, sino a tu fe que traslucía esa chispa divina, de la que hablaba Thomas Merton. Y, según me cuentan, así has perseverado hasta el final de tus días.
En mi “éxodo”, me enteré de tu nombramiento de “Prelado de Cámara de su Santidad”. Un reconocimiento, por demás, bien merecido a tu trayectoria sacerdotal. Aunque, si te soy sincero, no me fue de mi agrado. Creí en aquel momento que supondría para ti una ofensa a tu humildad evangélica. Y sentí como si fuera para tu vida un estímulo innecesario metido con calzador en papel couché, que nunca reclamó tu alma inmensamente llana. Me imagino que tal aceptación fue para ti un acto más de humildad.
Otro tanto diría yo de esa solicitud  agradecida de quienes  piden tu canonización. Ya el sabio pueblo llano, que mejor te ha conocido, te había proclamado en vida bienaventurado. Personalmente, no necesito la parafernalia litúrgica de la beatificación para acudir a ti en oración, convencido de que el buen Dios escuchará mis ruegos a través de tu fraterna intercesión.
En cualquier caso, es una opinión muy subjetiva que la someto a las palabras de Pascal, cuando hablaba de que un error visto desde los Pirineos para allá, podría ser menos error de los Pirineos para acá…
Termino, querido Jaime. Cuando recibí  la noticia de tu fallecimiento, ya estabas en situación de gozo pascual eterno junto al buen Dios. Y yo liado en mi Facultad.  Me enteré  tarde, y, en palabras del poeta, “se me rompió la vida entre mis dedos”. Sentí mucho no poder acompañarte en tu feliz tránsito al Padre. Pero hoy en el horizonte de tu santa lejanía, habrás visto cuánto te echo de menos… En esa otra orilla sé que seguirás rezando por mí y por cuantos seguimos en la lucha de cada día. Por eso, desde la nostalgia de mi finitud  pegada a la tierra, brindo por tu gozo en ese estado infinito que alimenta mi esperanza en el más allá.
Mientras tanto, permíteme que tu nombre lo grabe en la corteza de mis versos, cual firma de enamorado, con el deseo más profundo de que las huellas que dejaste en mi orilla no las borren las olas del tiempo.
                 
SONETO

Aires de eternidad mi fe respira,
y en mi sombra no llora la fontana,
pues tu mirada me habla bien cercana,
y tu sonrisa a mí llega, y no expira.

Es la belleza de tu alma quien tira
de este bohemio de larga vida arcana.
Sobre tus huellas, Jaime, color grana,
mi noche se vuelve clara. Y es lira.

Y es nieve que esconde peñas y riscos,
nieve de  pura y cristalina agua.
Y es brisa que colma todas mis horas,

horas ganadas a los muchos ciscos
de esas noches humanas,  donde fragua
y crisol las tornan en soñadoras.



sábado, 18 de marzo de 2017

DON DE DIOS

Si conocieras el don de Dios…
(Jn, 4, 5-42)



Esta tarde, Señor, he cerrado mis ojos
para mirarte
sentado Tú junto al brocal de mi pozo.

Me veo pobre y ausente de tus cosas.
Ni siquiera tengo cántaro
donde recoger tu agua viva.
Pero Tú derribas ausencias y me creas esperanza,
como en la mujer de Samaría.

No soy yo quien te acoge,
eres Tú quien me acoge a mi
y me mandas recabar en mis infidelidades,
para hacerme hombre nuevo…

Algo has tocado en mi corazón, Señor
que me mueve a salir de mí mismo,
a buscar vidas rotas, como la mía.

Me envías a  nuevos horizontes,
donde está la gente que sufre tu ausencia.
Me envías a deshacer eclipses de amor y justicia,
lejos de rezos rutinarios,
de templos de piedra, sin espíritu y sin verdad.

Aunque no tengo cántaro, digno de tu gracia,
mira la desnudez de mis manos, de mis pies,
de mi corazón,
y hazme, en tu camino, don de Dios para mis hermanos,
agua viva, como Tú,
que salte hasta la vida eterna.

sábado, 11 de marzo de 2017

TRANSFIGURACIÓN

Se transfiguró delante de ellos…
(Mt. 17, 1-9)


Verte, Jesús, colmado de luz en el Tabor,
sentir la gloria del Padre que invita a escucharte,
y percibir el pasmo encallado de Pedro,
Santiago y Juan,
marcan la diferencia entre Tú y tus discípulos
de ayer,
¡y de hoy!

Camino abajo,  cuando el amor salido de la nube
ya ha cubierto todo miedo,
impides a tus amigos hablar de la visión,
hasta la Pascua.

Y tu propia gloria que ha podido reventar la cruz,
abandona la paz de las alturas
por el tráfago de abajo que esconde cruel pasión.

Ahora comprendo.

Tu grandeza, Señor,  no está en el Tabor
sino en el sol poniente, en rojo brillo de sangre,
que no te detiene. 
En el dolor de parto de la humanidad
clama por tu fuerza liberadora.
Y ahí estás Tú,
el crucificado de ayer,
de hoy,
de mañana...

Que tu transfiguración no nos deje indiferentes,
bloqueados por el lenguaje de las tres tiendas…

sábado, 4 de marzo de 2017

TENTACIONES

Y el tentador se le acercó…
(Mt. 4, 1-11)

Años tras años, los cantos de sirena
han seducido a tu Iglesia, Señor.
Siglos tras siglos,
la vemos apalancada al milagrismo,
        atada al triunfalismo, 
                instalada en el poder.

Sin embargo,

en afán por decapitar tales ídolos,
Tú te haces entre nosotros Siervo de Dios
Mesías doliente,
Cristo roto por los hermanos,
en el desierto, en el alero... Y en el Huerto. Y en la Cruz.

Tu Iglesia debe entender, Señor,
que la fuerza del Espíritu, como a Ti en el desierto
la conducirá a la plenitud,
sólo en la lucha diaria por su identidad.

Es verdad. Arrecian, hoy aún más, las tentaciones:
poseer,
       aparentar,
                dominar.
Son ellas las heridas de la noche,
son las seducciones del mal,
son la contraparábola del Hijo nazareno.

Que la fe de tu Iglesia, Señor, no permanezca agarrotada.
Destruye toda su esterilidad, su mediocridad.
Abre en ella la razón plena de tu Reino.
Que sea, sin miedos, perseverancia en la búsqueda de la verdad.
Que sea vigilancia en la oración fraternal.
Así,
será ferazmente fecunda...