... que mi alegría esté en vosotros,
y vuestra alegría llegue a la plenitud.
(Jn. 15, 9-17)
Cuando anochecía en el corazón de tus discípulos
y se nublaba el camino de tu presencia en medio de ellos,
Tú, Señor, escudriñando en las huellas de tu amor,
dejaste caer sobre los comensales de tu pascua
una lluvia de ilusión y esperanza.
Tu palabra, estrella suspendida de tus labios,
bajó a nuestro barro, al eje central de lo humano,
y sembró la alegría que debe llegar a la plenitud.
Desde entonces, amor y alegría
los has hecho componentes de nuestra identidad
por donde nos haremos creíbles en medio del mundo.
Tú alegría, la que Tú nos das,
es transferible al océano de tristezas
que invade al corazón humano.
Alegría que sólo se transmite a través de la fluidez
de nuestro propio convencimiento.
Tu alegría rompe todos los moldes humanos
y construye tu sueño de amor dinamizador,
global, sin fronteras,
que nos hace colaboradores de un destino común.
Tu alegría, Señor,
no puede sufrir paro en nuestro barro cuando
verdaderamente
nos debe fundir como hermanos
en la relación con el Padre Dios
que Tú maravillosamente nos has revelado .
Tu alegría,
la que Tú nos das
es ya savia que atraviesa todo miedo. Es talante
inconfundible del discípulo,
es criterio de confirmación ante tu llamada
a proclamar a los cuatro vientos
que Dios vive en infinita bondad.
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