(Jn. 15, 1-8)
Tú, ungido en lo más profundo de nuestra humanidad,
vencedor de pasión y muerte,
eres el cumplimiento de la fidelidad a Dios,
consumación de tu inmanente generosidad.
Con inmenso amor de Dios humanizado,
eres la vid plantada por el Padre
en nuestra estepa árida,
a pesar de los cierzos y heladas
que pueden dañar a los sarmientos.
Tu eres la cepa, amor recíproco de Padre e Hijo,
en esa mística contagiosa
que cobra todo sentido
cuando la savia divina irrumpe en nuestro linaje.
Los tallos injertados en Ti,
y bien podados por el amor del labrador,
invaden de fruto abundante la viña.
Nos lo dejaste dicho en el trascurso de tu cena pascual,
en esa despedida
donde vid y sarmientos soñaron juntos con la poda fértil,
con el ardor del lagar y el licor sabroso
que anestesian los egoísmos, las cobardías, los miedos…
Nuestras yemas no se secarán,
¡palabra de la vid!
Son retoños que fructificarán injertados en Tí,
inmunizados con la gloria del viñador.
Gracias, Padre nuestro,
porque en nuestra estepa árida has plantado tu vid.
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