Jesús
es la razón de la Navidad y en Navidad lo humano y lo divino
se encarnan en una familia
humilde, María y José que han de recorrer, ella embarazada, más de cien kilómetros, de Nazaret a Belén, para cumplir con el edicto
de Cesar Augusto que obligaba a empadronarse en el lugar de origen. Cuando el carpintero
de Nazaret y su esposa llegan a Belén, deben pasar algunos días en una casa
abandonada, donde descansan los animales, porque, según el evangelista Mateo, “no
había sitio para ellos en la posada. Allí la madre dio a luz a su hijo que lo envolvió en pañales y lo acostó en un
pesebre”… Han pasado siglos. Y cada
año se renueva aquella Buena Noticia que habla de pastores, magos, ángeles…
Mirándonos en el espejo confuso de
nuestra sociedad con sus farándulas y fanfarrias, podríamos preguntarnos si aún es posible reconocer
la Verdad del mensaje navideño. Y más, por encima del ritmo frenético que subyace en
el epicentro del mundo televisivo y de
las grandes superficies comerciales, con sus felicitaciones estereotipadas. Una
vez más, la Navidad nos
sigue forzando a tomar
conciencia de un mundo de desigualdad, opresión e injusticia frente a
ese Niño recién nacido, festejado por pastores…
Ese mensaje de Buena Nueva que nos congrega en una misma mesa, no puede
separarse del pan debido en justicia al pobre e indigente. No tiene sentido, es
una osadía de nuestra fe, quedarnos en un recuerdo
romántico, embellecido con pesebres, musgos, pastores, guirnaldas… La Navidad no es ese ambiente
superficial y manipulado que se respira estos días en nuestras calles, que hasta nos aturde. Y sí, la alegría navideña es la que se disfruta desde la cercanía del
Niño-Dios, dejándonos inyectar de su ternura y su compromiso de liberación. Esto es entender la Navidad. ¡Qué gran Navidad, la de miles de cristianos felizmente
atrapados en la donación de sí mismos,
luchando contra la horrenda “crisis
de principios” que, en todos los niveles,
domina nuestra sociedad! Triste Navidad,
por otro lado, la de cristianos perseguidos por su fe o la de pueblos víctimas
de las armas a causa de la soberbia de sus gobernantes.
La parábola de Anthony de Mello nos viene a pelo: "Viendo
a una niña marginada, aterida y con pocas perspectivas de conseguir una comida
decente, me encolericé y le dije a Dios: ¿Por qué permites estas cosas? ¿Por
qué no haces nada para solucionarlo? En pleno silencio, esa noche, Él me
respondió: Ciertamente que he hecho algo. Te he hecho a ti'"... He aquí la clave de la Navidad. El silencio de
Dios ante el grito de toda víctima humana es un llamado a que le dejemos actuar a través
de nosotros mismos. De lo contrario, nos hacemos verdugos de nuestras propias
contradicciones…
Y vuelvo a mirar hacia
el portal de Belén. Nace un Niño, hecho
de estirpe humana y divina. En él se
ilumina la noche. En él, “la justicia y la paz se besan”. En él, la Navidad de
hoy está más allá de toda circunstancia
de tiempo y espacio. ¡Está en nosotros! Belén es el símbolo sensible -¿mítico?-, que sólo
dentro de cada uno de nuestros corazones
se hace realidad la de un Dios identificado con la humanidad.
Si en
Belén ha nacido un salvador, un
liberador, en ningún corazón puede nacer
un opresor o, al menos, un desmemoriado de
los hermanos hundidos en la pobreza. No
es justo mirar para afuera pasmados ante
las lucecitas, los celofanes, las zambombas…
¡Si no quiero sufrir el riesgo de perderme la verdad de una sonrisa escondida
en el pesebre! ¡Suerte la de los pobres de ayer y hoy, los marginados, los
privados de libertad y los despojados
por los poderosos! Ellos, sí, gozarán de las sonrisas del Niño recostado en el
pesebre de la historia, al calor de la mula y el buey y de los pastores indigentes.
Mientras los magos, abandonados al albur de la “estrella”,
cabalgan hacia el portal con la convicción de que el Niño será la promesa de salvación,
entremos en nuestro silencio interior y sintámonos afortunados, descubriendo
que la Navidad no es farándula ni
fanfarria, sino la Buena Nueva de sentir que lo imposible es todavía posible, como
la paz, la justicia, el amor...

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