A JAIME
QUE ESTÁ EN EL CIELO
Cuando hace días mi amigo Carballo me pidió unas
letras sobre ti, -¿qué podría yo decir de don Jaime, para la posible edición de
un libro homenaje?-, me vino al corazón
aquello de Quevedo: Hálleme agradecido y no asustado. Porque si bien nunca he
recelado hablar bien de personas que
siempre he retenido en mi corazón agradecido, tratándose de ti, Jaime, más
todavía siento el gozo de poder rememorar tu excelencia humana. Sí, porque
siempre has sido para mí la medida
del corazón humano. Y, a la par, hacer memoria de tu no menos grandeza
ascética. ¡Un referente sacerdotal, digno de ser emulado! Por ello, aunque
parezca fruslería por mi parte, quiero evocar en breves líneas algunos rasgos de tu vida que tanto
impresionaron a mis años de joven y de adulto.
Me llevabas muchos años, pero siempre fuiste para
mí-¿y para quién no?- brote de tinte primaveral. Fuiste camino de mi alma
“fuguillas”. Y me resultabas inmensamente “especial”… Cuando en la capilla nos
anunciaban que “don Jaime estaba en el confesionario”, allá corría junto a la
riada de compañeros. Tus oídos atentos a mis naderías, tus palabras acertadas
como silbos amorosos y tu media
sonrisa de complacencia… todo me invitaba a asociarme a la paz interior que
trasmitías. Y hasta como profesor de la aritmética de entonces, me hiciste gustar los números, muy a pesar mío,
pues no iba yo para matemático.
Con las lógicas diferencias que los tiempos imponen,
también de mayor, ya como educador en el Seminario Menor, tu mesura
se infiltró dulcemente
en mi vida. Sentía ilusión de hablar contigo, hombre de locución
breve y de gestos extremadamente amables, sobre todo cuando coincidíamos en el
refectorio y, entonces, me notabas contrariado por cualquier minucia sufrida con los alumnos. ¡Cuántas veces
me sentía azotado por un haz de pequeñeces, que tu acertada palabra de ánimo y discreta
sonrisa me hacían superar! ¡Y más tarde,
lo mismo! Como cuando, a mi vuelta de Lyon, pasé por Mondoñedo para conocer y
entrevistarme con el Obispo Gea, te interesaste por mí y mi futuro
inmediato. Tuvimos un encuentro tú y yo
altamente humano. Tus palabras inundaron musicalmente mi corazón, anegado ya en
profunda crisis de identidad ministerial. Noté que te traicionaba un hilo de lágrimas resbalando levemente por
tu rostro, cuando te di a conocer mi firme decisión de secularizarme.
Se
dice que cuando el silencio irrita, llega a desconcertar, pero nunca fue ése tu
caso. Tu presencia, por veces silenciosa y siempre
prudente, conciliaba. Tus silencios, ciertamente, contenían una fuerte carga
comunicativa. Y tu
frágil figura danzarina, tropezando alegremente con tu sotana,
envolvía fructuosa reserva de entrega fraterna;
y el revoloteo de tus dedos, casi fuera de las manos, como al compás de
tu solidaridad, era todo un icono de
preciado valor.
Siendo yo unos años sacristán en el Seminario, gocé la
suerte de sorprenderte muchas veces hincado de rodillas con tu mirada perdida
en el sagrario y la luz tenue del lampadario bañando el gesto íntimo de tu
rostro. ¡Todo un hombre de Dios!
me decía aquella estampa de pureza mística. No en vano, por gracia divina, fuiste
fiel orfebre manejando a la perfección el buril de tu profunda espiritualidad.
Fuiste hombre adornado providencialmente de una
exquisita humildad. Sabías mucho y lo disimulabas mucho más con tus medidas
palabras, sin sobresalto, ante cualquier conversación llevada a cabo por
quienes compartíamos el gozo de formar parte de un equipo muy unido de
formadores y profesores del Seminario.
Supe de tu dedicación a los enfermos e
indigentes por mis contactos catequéticos en el barrio de Los Molinos. Cuando
te enterabas de una necesidad, te sobraba tiempo para acelerar tus pasos por
aquellas callejuelas. Tu dinero dejaba
de ser tuyo. Tu palabra de consuelo abonaba el corazón de familias dolidas. Y
tus lágrimas asomaban felices. Un recuerdo imborrable para mí, fueron tus ojos humedecidos
ante personas desahuciadas, cuyos nombres, sin duda, están ya escritos en el
mismo Cielo que tú habitas.
La
clave de tu vida fue, pues, la solidaridad. Fue tu evangelio encarnado. Sí, tu idea-bandera no era otra que el compromiso
con los desfavorecidos, donde no dejabas espacio a la frivolidad de consideraciones
meramente altruistas, sino a tu fe que traslucía esa chispa divina, de la que hablaba Thomas Merton.
Y, según me cuentan, así has perseverado hasta el final de tus días.
En mi “éxodo”, me enteré de tu nombramiento de
“Prelado de Cámara de su Santidad”. Un reconocimiento, por demás, bien merecido
a tu trayectoria sacerdotal. Aunque, si te soy sincero, no me fue de mi agrado.
Creí en aquel momento que supondría para ti una ofensa a tu humildad evangélica. Y
sentí como si fuera para tu vida un estímulo innecesario metido con calzador en
papel couché, que nunca reclamó tu alma inmensamente llana. Me imagino que tal
aceptación fue para ti un acto más de humildad.
Otro tanto diría yo de esa solicitud agradecida de quienes piden tu canonización. Ya el sabio pueblo
llano, que mejor te ha conocido, te había proclamado en vida bienaventurado.
Personalmente, no necesito la parafernalia litúrgica de la beatificación para
acudir a ti en oración, convencido de que el buen Dios escuchará mis ruegos a
través de tu fraterna intercesión.
En cualquier caso, es una opinión muy subjetiva
que la someto a las palabras de Pascal, cuando hablaba de que un error visto
desde los Pirineos para allá, podría ser menos error de los Pirineos para acá…
Termino,
querido Jaime. Cuando recibí la noticia
de tu fallecimiento, ya estabas en situación de gozo pascual eterno junto al
buen Dios. Y yo liado en mi Facultad. Me
enteré tarde, y, en palabras del poeta,
“se me rompió la vida entre mis dedos”.
Sentí mucho no poder acompañarte en tu feliz tránsito al Padre. Pero hoy en el horizonte de tu santa lejanía,
habrás visto cuánto te echo de menos… En esa otra orilla sé que
seguirás rezando por mí y por cuantos seguimos en la lucha de cada día. Por
eso, desde la nostalgia de mi finitud
pegada a la tierra, brindo por tu gozo en ese estado infinito que
alimenta mi esperanza en el más allá.
Mientras
tanto, permíteme que tu nombre lo grabe en la corteza de mis versos, cual firma
de enamorado, con el deseo más profundo de que las huellas que dejaste en mi orilla
no las borren las olas del tiempo.
SONETO
Aires
de eternidad mi fe respira,
y en
mi sombra no llora la fontana,
pues
tu mirada me habla bien cercana,
y
tu sonrisa a mí llega, y no expira.
Es
la belleza de tu alma quien tira
de
este bohemio de larga vida arcana.
Sobre
tus huellas, Jaime, color grana,
mi
noche se vuelve clara. Y es lira.
Y
es nieve que esconde peñas y riscos,
nieve
de pura y cristalina agua.
Y
es brisa que colma todas mis horas,
horas ganadas a los muchos ciscos
de
esas noches humanas, donde fragua
y crisol las tornan en soñadoras.
Tuve la gran suerte de ser amigo de Jaime Cabot Bujosa. Soy mallorquín como él. Jaime Cabot era, a la vez, mallorquín y mindoniense. Me ha emocionado mucho leer las letras que le has dedicado con tanto cariño. Creo que ya tendría que haber salido, hace tiempo, un libro homenaje dedicado a Jaime Cabot. Si no hay nada en marcha no lo podriamos escribir entre los amigos?
ResponderEliminar