Hoy, ya anciano, abro el libro de
mi memoria… Y ella, Laura, sale en cada latido de página. Como cuando allá en
aquella película de Marisol, en el Cine Avenida, me sonrió, apenas catorce años
de nuestras primaveras. Ella, nerviosilla, un tanto azorada. Y yo, jugando al
atrevido. A nuestro lado, Cheché y Aurita sonreían. La película era la nuestra,
no la de la pantalla. Ellos nos habían pagado las entradas, unas pesetas en
butaca.
¡Bien sabían de nuestras miradas
cruzadas en el aula de Don Manuel, maestro y poeta, cuando nos leía sus propios poemas de amor en las
clases de Lengua! Al salir del cine, tarareamos “Corre, corre, caballito… que lleguemos tempranito”, como dulce premonición. Y así un día, y otro
y otro. Si no era en el cine de cualquier otro domingo, era en el Parque de
Amboage las tardes de algunos sábados o era en el Cantón de Molins en otros tantos ratos de sábados. Entre
sus amigas, ella desertaba de la comba o la rayuela sobre la calle Magdalena, por
donde no pasaba ni un coche, bajo la disculpa de ver el partido de los chicos en
el Sánchez Aguilera. Sabía que allí estaba yo. ¡Cómo simulaba su gozo al verme driblando a
Carlos, mi rival del balón y del corazón! Nos mirábamos furtivamente con
sonrisa cómplice, como la de la
Marisol de la película.
Éramos
buenos estudiantes. Por eso, nuestros “tonteos” (¿tonteos?), no llegaban a
nuestros padres. Y, si aún íbamos a las
reuniones con el Padre Ángel que nos
hablaba de esas cosas bonitas que pasaban
a todos los adolescentes, tanto mejor. Bajo su consejo devoramos los
libros de Michel Quoist… Entre los apuntes de clase con qué secreto nos
intercambiábamos los poemas de Bécquer, arreglándolos a nuestra manera para
aparecer como autores. ¡Atrevidos plagios los nuestros! También hurtábamos
versículos bíblicos del “Cantar de los Cantares”. No
soportábamos las clases separadas. Es más. En el Instituto subíamos a las
clases y bajábamos por escaleras
distintas. ¡Qué rabia!… Pero, bueno, buscábamos los lugares comunes fuera de
las aulas, para seguir los temas juntos, bajo santo juramento de que
estudiábamos. Entonces
no había eso de San Valentín. Pero lo intuíamos cada día que nos veíamos.
¡Cuántos Cupidos pintábamos en nuestras libretas! Recuerdo aquel papel a rayas
en el que le dediqué mi primer poema. ¡Tardé una eternidad en componerlo! Decía:
Amor por ti siento, / y decir que sin ti me muero, / jurarlo podría. /
No es vana poesía, / no, no miento, ni me excedo./ Mas me asusta demostrártelo/
por miedo, mucho miedo/ a tu sufrimiento... Su respuesta no tardó. Bajo el
complot de Aurita, sobre papel rosa, escribía: Nunca en mí/ habrá sufrimiento/ mientras de ti/ venga amor sincero, / que
tampoco yo miento. Aquello hizo
sentirnos otros Bécquer. Yo lo guardé como oro en paño, releyéndolo día tras
día, en total secreto. Hasta que traicioné, sin saberlo ella, mi
compromiso. Se lo enseñé al Padre Ángel, y ¡qué alivio!... Se sonrió y me
dijo que nada de eso era pecado. Al contrario, que todo era muy bonito.
En
mi libro de cada día sigo leyendo memorias pasadas, de bonanzas compartidas. Y
leo que el trabajo del padre de Laura impuso su mudanza de barrio, bien lejos:
nuevas amigas, nuevo equipo de fútbol, nuevo cine, nuevas calles donde saltar a
la comba o jugar a la rayuela.... Entonces, el teléfono era un lujo, además no
había SMS, ni “wasás”… Aquella distancia impuesta me hizo pensar que había
perdido la luna en mi desierto. Que el cauce de mi amor perdía caudal en los
entresijos de sus nuevas amistades. Lloré. También supe de sus lágrimas. Pero la
suerte fue que la catequesis y el Instituto seguían uniéndonos a pesar de la distancia, y en la
madurez. Ya no nos veíamos tan “tontos”. Es más, nos adentramos en el mundo
scout y aprendimos a amarnos mirando hacia los demás. Nuestras manos seguían entrelazadas,
coquetas, pero ya con paquetes de arroz, azúcar y muchas cosas más por medio, con destino al Asilo de Ancianos. Ella menos nerviosilla y yo menos atrevido, fuimos
descubriendo que el valor de aquella vida de adolescencia corría igualmente por sus venas con el mismo color que las mías…
El
mundillo universitario nos alejó de nuevo. Ella, Magisterio. Yo Psicología… Sólo
de tarde en tarde, dos soles de carteros calentaban nuestras ilusiones con las
cartas, que en sobres bien cerrados nos enviábamos, y ellos, cumplidores
profesionales, nos entregaban a escondidas. Y
así días, meses, y más meses. Hasta que,
confabulados, duendes y hadas nos persiguieron de nuevo. Y la luna brilló
redonda y lozana, testigo de un casual reencuentro, milagro del azar, en torno
a unos crêpes dulces como la vida cuando mira al cielo, en el restaurante
universitario. Se cantaba ya la Navidad. Ella, para sorpresa mía, abrió su diario
fecundo a lo Bécquer. Y yo, allí mismo, escribí sobre una servilleta tan rosa
como el papel rosa de sus versos de niña: Hoy
me he topado con la flor/ que vacía la inmortalidad de mis penas./ He
encontrado la boya de mar/ que flotará perenne a mi lado/ Y surgió el amor en términos de proyecto en
común. Desde aquel día, Anita su nueva
amiga, fue mi gran aliada.
Días más
tarde, -¡quién lo dijera!-, coincidí con Carlos, caminante de múltiples veredas,
tras el examen de grado. La distancia y el tiempo hicieron sus milagros. Y
fuera en el mismo jardín universitario, bajo un milagroso sol tórrido, cantamos juntos: Lady Laura, abrázame fuerte, Lady Laura, llévame a casa, Lady Laura, y cuéntame
un cuento, Lady Laura. El cuento lo leí en sus ojos, ojos de vivo azabache, y en esa goleta
de amor, nos embarcamos aquel día despreocupados de qué puerto partía y qué
singladura nos esperaba. Pero zarpamos sabiendo que el amor sigue
creciendo en alta mar.
Así, hoy, los
dos ya ancianos, escribimos en común nuevas páginas, rodeados de hijos y nietos.
Todos felices… Y reímos, reímos recordando todavía aquella película de Marisol,
en el cine Avenida.