sábado, 23 de junio de 2012

JUAN

A Bernardo, testigo del Galileo
por tierras gallegas,
en su partida al Padre.

… sino que se ha de llamar Juan.
(Lc. 1, 57-66.80)

Juan, es tu nombre, es decir “favor de Dios”,
nacido portentosamente de un amor infértil.
En ti la promesa ha dado paso al cumplimiento:
vanguardia audaz y novedosa entre las dos alianzas,
testigo del Mesías.

Creciste  robustecido en la obediencia al Espíritu
y ante la conmoción de un mundo injusto
anunciaste con todo rigor una era nueva,
a pesar de las sospechas de tu vecindario
que se interrogaba atónito, adormecido en su apatía.

Tú, Juan,  el mayor de los profetas,
en ti confluyen las esperanzas mesiánicas de Israel.
Fuiste proclamación de lo que has visto,
y, amigo del esposo, dejaste claro que no eras tú el esposo,
el Mesías,
sólo su voz profética que sabe desaparecer ante el que viene.

Tú, Juan, noche de la esperanza
que se rompe en el amanecer del sol mesiánico
Tú, camino que pasa por el silencio del desierto.

En ese silencio del desierto fuiste palabra precursora,
y en la sequedad del desierto fuiste torrente anunciador,
y en la soledad del desierto fuiste vendaval del Espíritu.

Tú, Juan,
con tu mensaje firme como la montaña,
veraz como el mismo Jordán,
atronador como el grito de los pobres,
brinca de nuevo,  gozosamente, en el vientre
de nuestra globalidad estéril,
donde arrecian ráfagas de desconcierto,
y haz  que seamos los testigos que necesita nuestro el mundo.

¡Amén, amén!


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