El que echa la mano al arado y sigue
mirando atrás…
(Lc. 9, 51-62)
Se cumple
el tiempo, Señor,
de subir
a Jerusalén.
La opción
nos pilla con las manos en el arado.
Y el
final se adivina en tu horizonte.
Antes,
hemos de
detenernos en la Samaría
de la
intolerancia
que
propicia el fuego arrasador
deseado
por tus discípulos.
Mas,
tú
quieres pasar de largo,
porque el
fuego del cielo no ha de recaer
sobre las
veredas de enfrente,
sino
sobre nuestras propias ruindades.
En el
Camino
no caben
historias intolerantes,
deshumanizadoras
por muy
aplaudidas que sean
desde
nuestras cunetas.
Subir
contigo a la ciudad santa es caminar
instalado
en tu libertad,
por más
que las seducciones
intenten
retener nuestro corazón.
Hemos de
seguir arriesgando todo
para que
el arado no se tuerza
a causa
de nuestras miradas atrás.
Ayúdanos,
Maestro,
que el
final se adivina en tu horizonte…
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