martes, 1 de noviembre de 2011

ANTE EL ENIGMA DE LA MUERTE


     “El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuer­zos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano”. Estas palabras del Concilio Vaticano II  (GS 18) nos remiten a la experiencia habitual de toda persona, así como a una larga historia de reflexión filosófica

Efectivamente, la muerte ha sido siempre una inexplicable paradoja. Y lo sigue siendo en este momento de la historia. Nunca se ha ensalzado tanto la vida y nunca se han multiplicado tanto las situaciones de muerte.

Lo más escandaloso es que hemos llegado a convertir a la muerte en un espectáculo.  Es cierto que eso mismo hacían ya los romanos en las luchas de gladiadores, pero nosotros hemos popularizado el drama, lo hemos multiplicado hasta la náusea y hemos logrado introducirlo en todos los hogares.

Aparentemente, la muerte nos repele, pero en realidad nos seduce con su hechizo. Bastaría contar los casos de muerte violenta que aparecen al año en una sola cadena de televisión para convencernos de que este antiguo tabú de la muerte se ha convertido en un lucrativo negocio. Sobran técnica y humanidad, faltan corazón y cercanía. Sobran palabras sobre la muerte, falta silencio cordial ante la muerte. Sobra convertir la muerte en problema, falta aceptarla como misterio. Sobran espectadores del duelo ajeno, faltan acompañantes que lo hagan suyo.

 Si toda pérdida de “algo” estimado nos desequilibra por un tiempo, tal desequilibrio puede ser traumático y duradero cuando no se pierde “algo” sino “alguien”. Ante la pérdida de una persona querida, todos nos sentimos  solos y desorientados. El duelo por la muerte de un ser querido revela nuestra debilidad y nuestra pobreza existencial. Ante esa situación, los que rodean a quien pasa por la situación de duelo pueden mostrarse indiferentes, cuando no cínicamente despectivos, o bien cordialmente cercanos. Para los cristianos, la cercanía afectiva y efectiva a la persona en duelo no es sólo un ejercicio de cortesía. Es una forma de vivir y expresar la caridad.

     En estos días en que se recuerda socialmente a los difuntos, los cristianos no podemos permanecer lejos. Renovamos la intención de ayudar a nuestros hermanos y hermanas a mantener la esperanza de la vida eterna, haciendo visible la “com-pasión” que Dios nos ha revelado en Jesucristo y ha confiado a su Iglesia.

José-Román Flecha Andrés
                                                                                           Diario de  León

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