Como cristiano
convencido, me atrevo a escribirte, hermano Francisco, Obispo de Roma y Papa, al mes
justo de tu pontificado. No será ésta la única carta que te dirijan cuantos han
puesto ya sus esperanzas en ti.
Ha sonado la hora
de los gestos en el Vaticano. Y son los signos y no las palabras lo que
convence... Así, el anciano Ratzinger,
dejándose “tentar” por la paz de una cercana celda de clausura, se sintió sin fuerza
suficiente para seguir al timón de la vieja barca. Y renunció. Fue un gesto de dignidad,
valentía y humildad que la historia se
encargará de enaltecer.
Y hablando de
gestos, hermano Francisco, los tuyos… Apareciste
en el balcón del anuncio de tu pontificado sin más atuendo que la blancura de
tu sotana, sin la muceta de armiño. Pediste la bendición a los que te
aclamaban, antes de impartirles la tuya, como para testimoniar el sentido de Iglesia
reunida allí. Hablaste cercano, como pastor que ama, más que enseña o corrige. Tu
aposento papal se te hizo demasiado grande
por lo que te quedaste en la Casa Santa Marta, la residencia vaticana en
la que se alojaron tus hermanos electores del Cónclave, para poder compartir amistad,
comida, noticias comentarios...
Cuando te veo
calzado de negro cuero desgastado. O veo cruzado tu pecho con el pectoral que
no luce oro, sino recuerdo de tu Argentina amada. O cuando en medio del gentío
te detuviste a besar a un hombre minusválido o acariciar la inocencia de un niño. O cuando fuiste tú personalmente a pagar la
cuenta de tu hospedaje durante el Cónclave. Cuando llegaste en un simple
automóvil a la Iglesia de Santa María Mayor ante la admiración de la gente
sencilla que gozó de tu gesto… En ese espíritu tan gestual tuyo, rompiste,
hermano Francisco, todos los protocolos, a imitación del Nazareno.
Al verte lavar
los pies a chicos y chicas, entre ellos musulmanes, en el rito de Jueves Santo
fuera del templo tradicional. Y cuando te vi abrazar al Papa emérito, como hermanos
en íntima comunión, y rezando juntos en la capilla de Castel Gandolfo, recordé
que hace dos milenios el Maestro nos apremió
a seguirle en ese camino de humildad y fraternidad.
Sobre todo, colmaste
las esperanzas del pueblo sediento de
novedad evangélica, al elegir el nombre del poverello
de Asís, Francisco. ¡Todo un programa de buena novedad!
Gestos estos, y muchos otros, que me
inician en la ilusión de mirar con gozo de Buena Nueva a la Iglesia. Una
oportunidad que el Espíritu de Dios (¡ésta es mi fe!) no dejará escapar.
La barca de Pedro necesita hoy un timonel
capaz de sortear con nuevas energías las sacudidas de nuestra humanidad hondamente
perturbada. Las esperanzas, pues, se
hacen cada vez más substanciosas, puestas las miradas en ti, como constructor
de puentes (¡eres pontifex!). Pese a las crisis de todo
tipo que vivimos dentro y fuera de la Iglesia, tus primeros gestos de
pontífice, reflejo de tu trayectoria pastoral de siempre, son ya nuestro soporte
moral y espiritual. Estos gestos han abierto el corazón del mundo a la
esperanza.
Por todo ello,
mi carta de cristiano convencido, que te dirijo, tal vez demasiado pretenciosa,
la escribo con el corazón de quien ha llorado mucho sufriendo el anclaje de
nuestra Iglesia en la orilla todavía medieval, y hoy seca sus lágrimas en dicha
esperanza.
Papa Francisco, yo desearía una reinstauración eclesial. Una Iglesia al servicio de los que sufren. Una Iglesia que, como Jesús en el templo, azote a quienes causan ese sufrimiento. Una Iglesia ajena a los poderes de este mundo. Una Iglesia opcionalmente entregada a los pobres, coherentemente evangélica.
Papa Francisco, yo desearía una reinstauración eclesial. Una Iglesia al servicio de los que sufren. Una Iglesia que, como Jesús en el templo, azote a quienes causan ese sufrimiento. Una Iglesia ajena a los poderes de este mundo. Una Iglesia opcionalmente entregada a los pobres, coherentemente evangélica.
Dentro de los
límites de mi atrevimiento, pediría a tu pontificado que impulse la democratización de los órganos
y cargos ministeriales, para mostrar al mundo una Iglesia, modelo de diálogo, en
la que todos unidos nos sintamos escuchados, incorporados.
Desearía una
Iglesia que sea casa común de todos, unida en la multiplicidad, erradicada de
intrigas e intereses creados, no sólo en
el seno del Vaticano, también en las Conferencias Episcopales.
Deseo una
Iglesia, y no un Estado, donde tú, Francisco, nos confírmes en la fe, según lo
dispuesto por el Maestro de Galilea. Sé pastor lejos de todo ejercicio absolutista que es el grave pecado
que alimentó la desunión de las diferentes Iglesias. Sé Pedro remando la barca
colegialmente con tus hermanos los obispos. Desmantela el sinedrio curial que
tiene anquilosada la transparencia evangélica y haz que sus Discasterios estén esparcidos
por la geografía eclesial, no necesariamente enclavados en la Roma del
centralismo.
Te pediría algunos
gestos evangélicos más. Integrar en igualdad a las
mujeres en todo el servicio eclesial, sin ninguna clase de
descriminación. Abolir la obligatoriedad del celibato sacerdotal. Potenciar el
laicado en tanto que raza elegida,
sacerdocio real, nación consagrada (I Pe.
2, 9). Acoger sin miedo, o al menos respetar el tiempo presente (Lc. 12, 56)
manifestado en cualquier investigación que se desarrolle en el campo honesto de
las ciencias, pensando que Jesús es, en definitiva, el camino, la verdad y la vida (Jn.
14,6). De esta manera, los teólogos censurados o apartados de la enseñanza
sean restituidos en su dignidad.
Finalmente, tú que has tomado el nombre de Francisco, haz que el santo de Asís irrumpa en el Vaticano con su amor de pobre, para que sacuda la conciencia de toda la Iglesia. Rompe con tanta farsa mediática y su tufillo a odres viejos (Mc. 2, 22).
Finalmente, tú que has tomado el nombre de Francisco, haz que el santo de Asís irrumpa en el Vaticano con su amor de pobre, para que sacuda la conciencia de toda la Iglesia. Rompe con tanta farsa mediática y su tufillo a odres viejos (Mc. 2, 22).
Por mi parte, te
prometo mi oración constante para que perseveres en tus gestos de zambullirte a
diario en la periferia humana y sufriente. Que desde ahí puedas anunciar más
creíblemente la Buena Nueva de Jesús de Nazaret.
Perdona, hermano
Francisco, la osadía de mi carta al mes
justo de tu pontificado. Pero es el grito desde lo más profundo de mi alma, porque
amo inmensamente la Iglesia, tu Iglesia, la de Jesús de Nazaret, aquella en la
que los creyentes vivían todos unidos y
lo tenían todo en común (Hch. 2, 44).
Beso tu modesto
anillo de Pedro, sumisamente.
Suscribo todas y cada una de tus intenciones en esta carta. Que el Espíritu siga soplando fuerte en esta querida Iglesia nuestra.
ResponderEliminarUn abrazo.