jueves, 11 de abril de 2013

CARTA AL PAPA FRANCISCO


Como cristiano convencido, me atrevo a escribirte, hermano Francisco, Obispo de Roma y Papa, al mes justo de tu pontificado. No será ésta la única carta que te dirijan cuantos han puesto ya sus esperanzas en ti. 

Ha sonado la hora de los gestos en el Vaticano. Y son los signos y no las palabras lo que convence...  Así, el anciano Ratzinger, dejándose “tentar” por la paz de una cercana celda de clausura, se sintió sin fuerza suficiente para seguir al timón de la vieja barca. Y renunció. Fue un gesto de dignidad, valentía y  humildad que la historia se encargará de enaltecer. 

Y hablando de gestos, hermano Francisco, los tuyos…  Apareciste en el balcón del anuncio de tu pontificado sin más atuendo que la blancura de tu sotana, sin la muceta de armiño. Pediste la bendición a los que te aclamaban, antes de impartirles la tuya, como para testimoniar el sentido de Iglesia reunida allí. Hablaste cercano, como pastor que ama, más que enseña o corrige. Tu aposento papal se te hizo demasiado grande  por lo que te quedaste en la Casa Santa Marta, la residencia vaticana en la que se alojaron tus hermanos electores del Cónclave, para poder compartir amistad, comida, noticias comentarios...  

Cuando te veo calzado de negro cuero desgastado. O veo cruzado tu pecho con el pectoral que no luce oro, sino recuerdo de tu Argentina amada. O cuando en medio del gentío te detuviste a besar a un hombre minusválido o  acariciar la inocencia de un niño.    O cuando fuiste tú personalmente a pagar la cuenta de tu hospedaje durante el Cónclave. Cuando llegaste en un simple automóvil a la Iglesia de Santa María Mayor ante la admiración de la gente sencilla que  gozó de tu gesto…  En ese espíritu tan gestual tuyo, rompiste, hermano Francisco, todos los protocolos, a imitación del Nazareno.

Al verte lavar los pies a chicos y chicas, entre ellos musulmanes, en el rito de Jueves Santo fuera del templo tradicional. Y cuando te vi abrazar al Papa emérito, como hermanos en íntima comunión, y rezando juntos en la capilla de Castel Gandolfo, recordé que  hace dos milenios el Maestro nos apremió a seguirle en ese camino de humildad y fraternidad.   

Sobre todo, colmaste las  esperanzas del pueblo sediento de novedad evangélica, al elegir el nombre del poverello de Asís, Francisco. ¡Todo un programa de buena novedad! 

Gestos estos, y muchos otros, que me inician en la ilusión de mirar con gozo de Buena Nueva a la Iglesia. Una oportunidad que el Espíritu de Dios (¡ésta es mi fe!)  no dejará escapar.  

La barca de Pedro necesita hoy un timonel capaz de sortear con nuevas energías las sacudidas de nuestra humanidad hondamente perturbada.  Las esperanzas, pues, se hacen cada vez más substanciosas, puestas las miradas en ti, como constructor de puentes  (¡eres pontifex!).  Pese a las  crisis de todo tipo que vivimos dentro y fuera de la Iglesia, tus primeros gestos de pontífice, reflejo de tu trayectoria pastoral de siempre, son ya nuestro soporte moral y espiritual. Estos gestos han abierto el corazón del mundo a la esperanza.

Por todo ello, mi carta de cristiano convencido, que te dirijo, tal vez demasiado pretenciosa, la escribo con el corazón de quien ha llorado mucho sufriendo el anclaje de nuestra Iglesia en la orilla todavía medieval, y hoy seca sus lágrimas en dicha esperanza. 

Papa Francisco, yo desearía una reinstauración eclesial. Una Iglesia al servicio de los que sufren. Una Iglesia que, como Jesús en el templo,  azote a quienes causan ese sufrimiento. Una Iglesia ajena a los poderes de este mundo. Una  Iglesia opcionalmente entregada a los pobres, coherentemente evangélica. 

Dentro de los límites de mi atrevimiento, pediría a tu pontificado  que impulse la democratización de los órganos y cargos ministeriales, para mostrar al mundo una Iglesia, modelo de diálogo, en la que todos unidos nos sintamos escuchados, incorporados. 

Desearía una Iglesia que sea casa común de todos, unida en la multiplicidad, erradicada de intrigas e intereses creados, no sólo  en el seno del Vaticano, también en las Conferencias Episcopales.   

Deseo una Iglesia, y no un Estado, donde tú, Francisco, nos confírmes en la fe, según lo dispuesto por el Maestro de Galilea. Sé pastor lejos de todo  ejercicio absolutista que es el grave pecado que alimentó la desunión de las diferentes Iglesias. Sé Pedro remando la barca colegialmente con tus hermanos los obispos. Desmantela el sinedrio curial que tiene anquilosada la transparencia evangélica y haz que sus Discasterios estén esparcidos por la geografía eclesial, no necesariamente enclavados en la Roma del centralismo.  

Te pediría algunos gestos evangélicos más.  Integrar en igualdad a las mujeres en todo el servicio eclesial, sin ninguna clase de descriminación. Abolir la obligatoriedad del celibato sacerdotal. Potenciar el laicado en tanto que raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada (I Pe. 2, 9). Acoger sin miedo, o al menos respetar el tiempo presente (Lc. 12, 56) manifestado en cualquier investigación que se desarrolle en el campo honesto de las ciencias, pensando que Jesús es, en definitiva, el camino, la verdad y la vida (Jn. 14,6).  De esta manera, los teólogos censurados o apartados de la enseñanza sean restituidos en su dignidad.
 
Finalmente, tú que has tomado el nombre de Francisco,  haz que el santo de Asís irrumpa en el Vaticano con su amor de pobre, para que sacuda la conciencia de toda la Iglesia.  Rompe con tanta farsa mediática y su tufillo a odres viejos (Mc. 2, 22).

Por mi parte, te prometo mi oración constante para que perseveres en tus gestos de zambullirte a diario en la periferia humana y sufriente. Que desde ahí puedas anunciar más creíblemente la Buena Nueva de Jesús de Nazaret. 

Perdona, hermano Francisco,  la osadía de mi carta al mes justo de tu pontificado. Pero es el grito desde lo más profundo de mi alma, porque amo inmensamente la Iglesia, tu Iglesia, la de Jesús de Nazaret, aquella en la que los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común  (Hch. 2, 44). 

Beso tu modesto anillo de Pedro,  sumisamente.

1 comentario:

  1. Suscribo todas y cada una de tus intenciones en esta carta. Que el Espíritu siga soplando fuerte en esta querida Iglesia nuestra.
    Un abrazo.

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