domingo, 27 de octubre de 2019

DESCONCERTANTE


Bajó a su casa justificado.
(Lc.18, 9-14).


El fariseo ha subido al templo
a dar gracias por ser religiosamente justo.
El publicano, religiosamente odiado,
se golpea el pecho, acurrucado al muro.

El fariseo se mira en su propio espejo. Se ve grande.
El publicano se mira al espejo de su culpa.
Se ve pequeño.
Aquel juzga en su severidad al publicano.
Éste juzga severamente su abatido dolor.

El fariseo se esconde en su coraza,
complacido.
El publicano se duele de su nada, inseguro,
escondido en su pecado.
El fariseo no roba, no mata y hasta ayuna,
así justifica su oficio,
y con su diezmo a la vista de todos,
en el cepillo del templo.
El publicano llora su silencio entre las columnas,
con la oración, y la mirada en el suelo.

El fariseo se despide del altar, erguido
y cumplidor.
Huele a vacío de Dios.
El publicano, vacío de sí mismo, baja a su casa.
No se ha despedido.
¿Para qué?
Si Dios y el Templo van con él…

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