Se acercó a Jesús un leproso…
(Mc. 1, 40-45)
Insólito. Un leproso sin nombre, anónimo,
excluido de su propia tierra,
incumple la ley, para hincarse ante ti, Señor,
muy seguro de tu compasión:
¡Si quieres, puedes limpiarme!
El amor impuso la grandeza de tu ley,
como un signo más de tu presencia mesiánica.
Ya en adelante pasarás
por subversivo,
impostor,
blasfemo…
hasta verte clavado en el madero.
Pero un leproso, ese día, besó su dignidad:
¡Quiero, queda limpio!
…
Le impusiste silencio al leproso limpio,
porque tu corazón no entiende de fama,
ni de triunfalismos, ni de prepotencias…
Porque tu corazón está fuera, en descampado,
junto a los aislados y excluidos,
junto a los que no tienen nombre,
y a los que sirves, encaramado Tú a su lepra.
¡Esa lepra que el polvo humano les ha echado encima!
…
Señor,
junto a tu amigo leproso, te suplico:
si quieres, puedes limpiarme
de la cobardía que me impide transgredir toda ley que no sea amor.
Limpiarme del miedo que me impide mantener el corazón en descampado,
lejos de todo ruido sacrílego que quiere contagiar sus lepras.
Si quieres, puedes limpiarme del recelo que me impide arremeter
contra los atropellos que se cometen en tu nombre.
Si quieres, puedes limpiarme
de tanto desconcierto interior que me impide
escuchar la marginación de mis hermanos…
Amén, amén.
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