3 de junio de 1963. Era domingo de Pentecostés, nos dejaba el “Papa
Bueno”, Juan XXIII. Le lloraron creyentes
y no creyentes. Su santidad era reconocida ya durante su vida, hasta el punto de
que su beatificación no ha sido contestada por nadie. Alegre, cálido y generoso, el papa Juan XXIII cautivó enseguida
al mundo. Inauguró una nueva forma de ejercer el papado. Ante todo, desempeñó su
ministerio de obispo de Roma visitando personalmente las parroquias de su diócesis, los hospitales Espíritu Santo y Niño
Jesús, la cárcel Regina Coeli… Entre sus encíclicas, merece destacar la Mater et Magistra y la
Pacem in Terris. La primera asombró por
su realismo. La segunda fue una gran llamada al amor basado en la justicia, la
paz y la libertad. Impuso
medidas de gobierno a pesar del enfrentamiento con la curia. Dignificó las
condiciones laborales de los trabajadores del Vaticano. Por primera vez en la
historia nombra cardenales indios y africanos. Tres meses después de su
elección, en la Basílica de San Pablo Extramuros y, ante
la sorpresa de todo el mundo, anunció el Concilio para el "aggiornamento” de la Iglesia. Activó los
valores ecuménicos. Abordó su tarea papal como si se
tratase de un párroco de aldea, sin el rígido protocolo del que muchos papas
habían sido víctimas. Era hombre que gozaba de la vida,
de las charlas interminables, de la amistad y de las
gentes del pueblo. Poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los tiempos
modernos es su herencia que hoy recordamos en el aniversario de su muerte. El “testigo”
ha sido recogido felizmente por el actual papa Francisco.
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