(Lc.18, 9-14).
El fariseo ha subido al templo
a dar gracias por ser religiosamente justo.
El publicano, religiosamente odiado,
se golpea el pecho, acurrucado al muro.
El fariseo se mira en su propio espejo. Reza a su yo.
El publicano se mira al espejo de su culpa. Reza a su Dios.
Aquel
juzga en su severidad al publicano pecador.
Éste juzga severamente su
abatido dolor.
El fariseo, seguro de sí, se esconde en su coraza,
complaciéndose en su sutil grandeza.
El publicano se duele de su nada, inseguro en sí.
Se esconde en su pecado,
complaciéndose en su noble espera.
El fariseo no roba, no mata y hasta ayuna.
Justifica su oficio
de pródigo,
dejando caer su diezmo en la hucha.
El publicano, llorando en el silencio del
templo,
deja caer su oración, puesta la mirada en el suelo.
El fariseo se despide ya del
altar, erguido.
Se aleja del templo, cumplidor y más vacío de
Dios.
El publicano, vacío de sí mismo, baja a su casa.
No se ha despedido.
¿Para qué?
Si Dios y el Templo van con él…
La engreída seguridad de uno mismo
es la lejanía desconcertante de Dios.
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