sábado, 26 de octubre de 2013

DESCONCERTANTE


Bajó a su casa justificado.
(Lc.18, 9-14).
 

El fariseo ha subido al templo
a dar gracias por ser religiosamente justo.
El publicano, religiosamente odiado, 
se golpea el pecho, acurrucado al muro.  

El fariseo se mira en su propio espejo. Reza a su yo.
El publicano se mira al espejo de su culpa. Reza a su Dios.
Aquel  juzga en su severidad al publicano pecador.
Éste  juzga severamente su abatido dolor.

El fariseo, seguro de sí, se esconde en su coraza,
complaciéndose en su sutil grandeza.
El publicano se duele de su nada, inseguro en sí.
Se esconde en su pecado,
complaciéndose en su noble espera. 

El fariseo no roba, no mata y hasta ayuna.
Justifica su oficio de pródigo,
dejando caer su diezmo en la hucha.
El publicano, llorando en el silencio del templo,
deja caer su oración, puesta  la mirada en el suelo. 

El fariseo se despide ya del altar, erguido.
Se aleja del templo, cumplidor y más vacío de Dios.
El publicano, vacío de sí mismo, baja a su casa.
No se ha despedido.
¿Para qué?
Si Dios y el Templo van con él… 

La engreída seguridad de uno mismo
es la lejanía desconcertante de Dios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario