He venido a prender fuego en el mundo…
(Lc. 12,49-53).
Maestro,
así es tu
evangelio de chocante.
Desconciertas con
tu palabra que escuece en el alma.
Te jugaste la
vida con tu fuego,
y quieres que me
la juegue yo,
tu discípulo,
azuzando tu
mismo incendio.
Has bajado al
fondo de mi historia
de incomprensiones
y luchas de barrio,
y has abierto el
misterio ardiente
de mi purificación,
y de mi vida.
Tu palabra no
invita a falsas tranquilidades.
Por el
contrario,
me trae el fuego que quema y se propaga,
que estimula mi somnolencia.
Y me asegura
contra mis propios cortafuegos.
Por eso, Maestro,
dame la gracia de tomar en serio tu Evangelio,
que no me sirva
de dormidera
en mi piedad
rutinaria.
Y puesto que nadie
puede seguirte
con el corazón
apagado,
aviva con tu fuego los rescoldos de mi ser,
incéndiame con tus ascuas de vida nueva,
y transfórmame en fuego que calcine mis heredades.
Fuego que reduzca a cenizas todas mis barreras.
Fuego que extirpe los tumores del alma.
Fuego que dé luz y calor a la fe de mis hermanos.
¡Amén, Señor Jesús!
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