Hoy que los cementerios lucen toda
clase de sentimientos, de recuerdos y de flores, podemos recordar que “el máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre
sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo
tormento es el temor por la desaparición perpetua… La semilla de eternidad que
en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la
muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no
pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy
proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge
ineluctablemente del corazón humano”, según el Concilio Vaticano II.
La muerte viene a ser el
quicio de la vida que si encierra confusión y ruptura esenciales, también es
presagio de la culminación personal que
reclama un más allá. Es escandaloso que hayamos
convertido la muerte en un espectáculo, en cuyo drama “sobran espectadores del
duelo ajeno, y faltan acompañantes que lo hagan suyo”, en palabras del profesor
José-Román Flecha.
“Si queréis realmente, contemplar el
espíritu de la muerte, leemos en El
profeta de Khalil Gibran, abrid de par en par las puertas de vuestro
corazón al cuerpo de la vida. Pues la vida y la muerte son una misma cosa, como
el río y el mar son una misma cosa".
No hay comentarios:
Publicar un comentario