No es Dios de muertos, sino de vivos…
(Lc.20, 27-38).
¿Cómo se
puede creer en la otra vida
cuando la incoherencia nos corroe
haciendo de nuestra
tierra un infierno,
al tiempo que
suplicamos el cielo prometido?
¿Quién creerá en la resurrección que predicamos
cuando se nos ve nadando
en el estanque de nuestros egoísmos?
Anunciamos el agua viva y
se nos ve sedientos
de otros charcos.
Hablamos del pan de vida, y se nos ve desnutridos.
Defendemos la esperanza y se nos ve abatidos.
Anunciamos gozo pascual y se nos ve afligidos.
Hablamos
de amor y hasta nos odiamos…
¿Dónde
está el Señor de la vida
como
última palabra sobre la muerte?
¿Dónde, la fuente inagotable de vida,
si seguimos anclados en nuestros helados desiertos?
Expande, Señor, tu perfume de vida
que anestesie nuestros sueños absurdos.
Que nuestras mentiras dejen paso a la verdad.
Que nuestros miedos dejen sitio a la esperanza.
Que en nuestras manos vacías germine la justicia.
Y la paz destruya nuestras necias guerrillas.
Entonces, los saduceos de nuestro tiempo
no podrán negar la vida
tras la frontera de nuestra humana existencia.
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