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No te digo siete veces,
sino setenta veces siete.
(Mt. 18, 21-35)
Padre,
Tu eres un Dios que no entiendes de pesos ni medidas.
Tu perdón no lo das tarificado. Es sin límites, infinito.
La vieja Ley ha sido vencida para siempre
en los brazos abiertos y sangrantes
de tu Hijo, el crucificado.
Su perdón de las setenta veces siete
es el centro vital de la Buena Nueva
proclamada sobre el monte de las felicidades.
Hoy me siento insolvente ante ese perdón predicado
sin límites,
absoluto, infinito,
sin reserva.
¿Seré capaz de reembolsarte
todo el perdón que me has dado en la vida?
¿Seré capaz de hacer creíble el perdón recibido?
El perdón que quiero dar sé que verifica
el amor que siento por ti,
pero qué difícil resulta perdonar
cuando la cercanía humana juega malas pasadas,
conductas de desencuentros,
de pequeñas crueldades,
de enfrentamientos, rencillas, recelos…
Sé que tu perdón tiene sólo una medida marco
que es el amor. Pero me cuesta mucho entenderlo, Padre.
También sé que la Eucaristía es una farsa
si antes no me he reconciliado con el hermano…
¡Lo sé, Padre!
Pero mi mochila está carga de contradicciones,
de evasivas, de excusas...
Quebranta, pues, la estrechez de mi corazón,
ensánchalo sin cesar hasta las dimensiones infinitas
de tu horizonte proclamado.
Porque aspiro a encontrarme contigo,
con tu abrazo de Padre bueno,
en los aledaños de todas tus felicidades.
Contágiame de tu perdón,
para poder contagiar yo a mis hermanos,
¡como Jesús, tu Hijo, sólo Él, supo hacerlo!
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