Hace días leía un mensaje a través de WhatsApp, que decía, en contexto provocativo, “los maestros enseñan pero no educan”. Pensé, esta persona escribe de lo que no sabe… Es una manera más de querer confinar al magisterio al rincón aséptico del acto puramente docente. Hay gente que no es capaz de ver, y sentir, la labor constante de señores-señoras irradiando luz y calor a su alumnado. Como ha dicho el papa Francisco, “únicamente sabrán apreciarlo aquellos que se dignen girarse hacia su influjo” (cf. Palabras del Papa a los profesores en el inicio del curso actual).
Ante el WhatsApp de la amiga, he reseteado mi chip “cabreológico”, y le contesto, no sin antes recordar a Cecilia Meireles, poeta y maestra brasileña, que dejó dicho en una entrevista: “…Hay personas que simplemente aparecen en nuestra vida y nos marcan para siempre”.
Pues bien, una
de esas personas que “marcan” es el maestro-maestra que ha pasado por nuestras
vidas.
En mi edad ya septuagenaria no se me olvida aquel hombre bueno que entraba en
el aula con paso lento y sonrisa amplia,
para regalar lo mejor de sí: la ilusión
de educar. Hoy me resulta imposible
recordar el contenido de sus clases. Pero mi memoria escolar se centra en aquel hombre que
marcó mi temprana edad. Don Manuel tenía el embrujo de enseñar para la
vida, a la luz de la gramática, la aritmética, la geografía...
Hoy nos movemos en
medio de una situación traumática, donde el Covid por un lado
y, por otro, el afán desmedido de
infravalorar cuanto se mueve en el recinto escolar hacen estragos la
convivencia. Y, en casos, hasta se pone en cuestión la autoridad moral del
maestro.
Se dan momentos, cierto, en que los maestros parecen
escorarse hacia el pesimismo o la desgana, influidos por los exabruptos de
ciertos incompetentes “on line” o presenciales, o por la incompetencia adscrita
al sillón ministerial de turno. Por suerte, no es una radiografía tomada del “común”.
Pues con o sin pandemia, es de reconocer que el binomio
maestro-familia, en ambiente de auténtica resiliencia, ha sido y es puntal de salvación de nuestros
niños e icono de madurez escolar.
Hoy como ayer, el
profesorado vive su gesta docente como
vocación. Se “deja el pellejo” proyectando la escuela como lugar de encuentro
sistemático a lomo de la educación y el aprendizaje positivo. Nos encontramos
con un dignísimo “cajón de sastre” donde retales de saberes en su caudal cognitivo se mezclan con retazos de formación
cívica, ética y de socialización afianzando
aprendizaje y educación como ¡esencia de la escuela!
Hoy, como ayer, el
maestro asume la responsabilidad
inalienable de consolidar el armazón
de valores educativos. ¡Cuánta
estrategia didáctica y técnicas de enseñanza para inculcar contenidos
axiológicos! ¡Cuánto derroche de empatía por
parte del profesorado ante la demanda de los padres que se sienten perdidos en
el devenir escolar! ¡Cuánto sentido
pedagógico se moviliza en la escuela para llevar a cabo los protocolos de
protección del coronavirus!...
María Zambrano solía decir que “sin preguntas y sin maestro estamos perdidos”. Con Don Manuel tuvimos siempre, siendo niños,
la oportunidad de adelantarnos a la
sabia afirmación de la poeta malagueña. Recuerdo que le preguntábamos muchas
cosas, cosas de niños, pero como quien se acercaba a un gran actor que maneja
su mejor papel, el de maestro. ¡Qué privilegio a nuestra corta edad soñar en un
futuro ser como D. Manuel! Como hoy soñará más de un niño o niña ser como la seño
Bea o el profe Antonio. La imagen de mi nieto Hugo deseoso de reencontrarse,
tras seis meses de confinamiento, con su seño Ruth, lo dice todo…
La escuela enseña y educa, porque sigue
habiendo maestros-maestras vocacionados, constantes, coherentes… ¡hechos con
madera de roble!
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