viernes, 27 de marzo de 2020

HOMILÍA DEL PAPA

Homilía del Papa en la soledad del Vaticano 

“Al atardecer” (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos. 

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” (v. 40). 

Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados. 

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas "salvadoras", incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. 

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos. 

“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?
Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: "Despierta, Señor". 

“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”  Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, “volved a mí de todo corazón” (Jl 2,12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: “Que todos sean uno” (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras. 

“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. 

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza. 

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza. “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: “No tengáis miedo” (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).

lunes, 23 de marzo de 2020

CEGUERA


…vio a un hombre ciego de nacimiento.
La peor pandemia está en el corazón...
(Jn, 9,1-41)

Padezco ceguera, Señor.
Pues, no acabo de verte en el extranjero que me ofrece
un manojo de discos a cambio de unas monedas.
Ni en el vecino
que perturba mi sueño solicitando ayuda.
Ni siquiera, tal vez,
en el sollozo del niño que no puede dormir…

Padezco ceguera, Señor, pues no acabo de entender
que mi corazón debe ser inaccesible a todo egoísmo,
que mis manos deben correr hacia el mendigo,
que mi bolsillo no debe gruñir porque esté vacío,
que mis labios no deben perderse entre rezos vanos.

Tras la ceguera de cada noche mía
de infortunios y olvidos,
qué prodigio la contemplación de tu luz de cada día…

Señor, déjame que yo ponga el barro,
pon Tú la saliva. Y úngeme.
Tú serás la luz de mis ojos, y de mi vida.
Y yo, como en un nuevo nacimiento,
venceré mi ceguera,
y seré portador de tu luz admirable..

Una pandemia para la solidaridad



sábado, 21 de marzo de 2020

ENTRE GOZOS Y LÁGRIMAS


COVID 19
             
Triste imagen de dolor actual
              Tú, cierzo…
erguido en el silencio
de estas tardes lentas de marzo,
antes de asomar las estrellas.

Tú, racha nefasta,
dominante en la esencia planetaria,
entrecruzada de sueños 
que invaden todos las miedos.

Voz la tuya…
que teje sin tregua
tristes noches  humanas,
en la espiral de UCIs y alcobas.

¡Oh, tú!...
sin tregua entre coronas y virus,
¡deja tú que crezcan 
y que vivan, ¡por Dios! los lirios.



   PUEBLO INSIGNE
 
Bello paisaje de nuestro pueblo serrano
Dulce cobijo frondoso
bajo cielo azul y grana,
bañado en tus aguas de oro
que se funden en Granada.

Tus laderas son diamantes
en sus lindas flora y fauna.
Armonía agreste y arte
con nobleza ciudadana.

Tus cimientos son las piedras
forjadoras de caminos. 
Son bancales donde siembras
mil venturas y destinos.

Vivan tus hijos unidos
en busca de eternidades.
Brille tu luz en sus nidos,
nidos de fe y libertades.

¡Insigne Huétor Santillán,
honor a ti, villa señera,
pueblo serrano e inmortal 
que amores tienes por bandera!


sábado, 14 de marzo de 2020

DON DE DIOS


Si conocieras el don de Dios…
(Jn, 4, 5-42) 
                 Esta tarde, Señor, he cerrado mis ojos
para mirarte,
sentado Tú junto al brocal de mi pozo.

Me veo pobre y ausente de tus cosas.
Ni siquiera tengo cántaro
donde recoger tu agua viva.
Pero tú derribas ausencias y me creas esperanza,
como en la mujer de Samaría.

No soy yo quien te acoge,
eres Tú quien me acoge a mi
y me mandas recabar en mis infidelidades,
para hacerme hombre nuevo…

Algo has tocado en mi corazón, Señor,
que me mueve a salir de mí mismo,
a buscar vidas rotas, como la mía.

Me envías a nuevos horizontes,
donde está la gente que sufre tu ausencia.
Me envías a deshacer eclipses de amor y justicia,
lejos de rezos rutinarios,
de templos de piedra sin espíritu y sin verdad.

Aunque no tengo cántaro, digno de tu gracia,
mira la desnudez de mis manos, de mis pies,
de mi corazón,
y hazme, en tu camino, don de Dios para mis hermanos
agua viva, como Tú,
que salte hasta la vida eterna.

sábado, 7 de marzo de 2020

TRANSFIGURACIÓN


Se transfiguró delante de ellos…
(Mt. 17, 1-9)

Verte, Jesús, colmado de luz en el Tabor,
sentir la gloria del Padre que invita a escucharte,
y percibir el pasmo encallado de Pedro,
Santiago y Juan,
marcan la diferencia entre Tú y tus discípulos
de ayer,
¡y de hoy!

Camino abajo, cuando el amor salido de la nube
ya ha cubierto todo miedo,
impides a tus amigos hablar de la visión,
hasta la Pascua.

Tu propia gloria que ha podido reventar la cruz,
abandona la paz de las alturas
por el tráfago de abajo que esconde cruel pasión.

Ahora comprendo.

Tu grandeza, Señor, no está en el Tabor
sino en el sol poniente, en rojo brillo de sangre,
que no te detiene.
En el dolor de parto de la humanidad,
que clama por tu fuerza liberadora.
Y ahí estás Tú,
el crucificado de ayer,
de hoy,
de mañana…

Que tu transfiguración no nos deje indiferentes,
bloqueados por el lenguaje de las tres tiendas…

domingo, 1 de marzo de 2020

TENTACIONES


Y el tentador se le acercó
(Mt. 4, 1-11)

Años tras años, los cantos de sirena
han seducido a tu Iglesia, Señor…
A través de los siglos,
la vemos adicta al milagrismo,
atada al triunfalismo,
instalada en el poder…

Sin embargo,
en afán de decapitar tales ídolos,
Tú te haces entre nosotros Siervo de Dios,
Mesías doliente,
Cristo roto por los hermanos,
en el desierto, en el alero del templo,
en la alta montaña… Y en el Huerto. Y en la cruz.

Tu Iglesia debe entender, Señor,
que la fuerza del Espíritu,
la conducirá a la plenitud, como a Ti en el desierto,
sólo en la lucha diaria por su identidad.

Es verdad. Arrecian, hoy aún más, las tentaciones:
poseer,
aparentar,
dominar.
Son ellas las heridas de la noche,
son las seducciones del mal,
son la contraparábola del Hijo nazareno.

Que la fe de tu Iglesia, Señor, no esté agarrotada.
Destruye toda su esterilidad, su mediocridad,

Abre en ella la razón plena de tu Reino.
Que sea, sin miedos,
perseverancia en la búsqueda de la verdad,
que sea vigilancia en la oración fraternal.
Así,
será fecunda para celebrar tu gloria y tu amor.