El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna.
(Jn. .6, 51-59)
Señor, tu harina de trigo
y tu fruto de la vid sobre el altar
son el velo de fe
que esconde retazos insondables de tu gloria
sobre el mantel cansado de nuestro planeta.
Tu comida y tu bebida, Señor,
son la savia de todos los frutos molidos
en la fachada humana de nuestra tierra.
Tu carne y tu sangre
labran, sobre el altar de nuestra fragilidad,
lecciones de cordialidad
y acogida,
de paz, de justicia,
de vida y verdad.
En torno a tu mesa, nos unes a los pobres,
y a los olvidados,
y a los perdidos de todos los pueblos.
En tu mesa, Señor,
la muerte y los odios son vencidos,
y nos haces hijos de tu ternura.
Y en el
sagrario procesional
hoy guardas espigas y uvas
compartidas.
Eres ciudadanía de Dios,
de todas las luces y de todas las sombras…
Haznos, Señor, custodia
que contigo porte las
penas del mundo,
porque tu pan y tu vino
abren caminos de alianza
fraternalmente.
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