Se lo habían pasado bomba despotricando del viaje del Papa, de la
hipocresía de la Iglesia, de todo lo que les pedía el anticlericalismo que los
unía así como la amistad que se profesaban y que les servía para estar
colocados en la misma empresa pública de la Junta.
Se fue a casa, pero de camino se encontró con un olor que lo llevó
directamente hasta el paraíso efímero de su infancia. Un olor a cocido, el
aroma que lo recibía cuando llegaba a su casa después del colegio, con su madre
atareada en la humilde cocina donde la olla hervía sin cesar. Entró en un local
que le pareció un restaurante modesto, pero con encanto. En realidad, no era un
restaurante, sino un autoservicio frecuentado por gente de toda condición.
De pronto, se quedó pasmado al comprobar que quien servía la comida era una
monja. Aquello era un comedor social y se vio rodeado de mendigos.
Quiso retirarse, pero la monja no lo dejó. Le sonrió y le dijo que no se preocupara,
que la primera vez es la más complicada, que no debía avergonzarse de nada, que
el cocido estaba buenísimo y que, de segundo, había filete empanado; que no se
perdiera las vitaminas de la ensalada ni de la fruta, y que podía rematar la
comida con un helado de los que había regalado una fábrica. Se vio sentado a
una mesa donde un matrimonio mayor, y bien vestido, comía en silencio, sin
levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con barba descuidada sonreía
mientras devoraba el filete empanado y le contaba su vida: había perdido el
trabajo, el banco se había quedado con su casa, después del divorcio no sabía a
dónde ir; menos mal que las monjas le daban comida y ropa, y que dormía en el
albergue bajo techo. Al final, he tenido suerte en la vida, compañero; así que
no te agobies, que de todo se sale...
No podía creer lo que estaba sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle
de comer, ni le habían preguntado por sus creencias. Se limitaban a dar de
comer al hambriento, sin adjetivos.
Al salir, no le dio las gracias a la monja que le había dado de comer. Pero
no fue por mala educación, sino porque no podía articular palabra. Una inclinación
de cabeza. Ella le contestó con una sonrisa leve: Vuelve cuando lo necesites y, si
no estoy, di que vienes de parte mía. Me llamo Esperanza.
MORALEJA: "Las
personas no valen por lo que tienen, ni siquiera por lo que son, valen por
lo que dan".
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