Nikos
Kazantzakis, en “Cristo de nuevo crucificado” (capítulo XX), pone en boca de Brahimaki: Déjame por lo menos matar a uno… ¡Me lo pide la sangre! Un pasaje
que me marcó mucho en su momento. Hoy me
pregunto si no dirá lo mismo otro
ruso, por nombre Vladimir Putin, o el mismo yihadista de Algeciras o tantos
otros asesinos sueltos…
Con motivo del reciente viaje pastoral del papa Francisco al Congo y Sudán del Sur, se han publicado imágenes impactantes de violaciones y mutilaciones. Es imposible llegar a comprender tanta brutalidad. Parece que estamos ante la deconstrucción de toda ética: bullying y violencia escolar, violencia doméstica, violencia callejera, interrupción del embarazo no deseado, eutanasia, guerras, genocidios, etnocidios… Si abrimos este “mapamundi” de la atrocidad humana, nos tienta a pensar que toda violencia es una secuela inevitable de nuestro código genético. ¿Determinismo humano? Sin embargo, el memorial del dolor procesado en el corazón del Pontífice nos encamina hacia una “lógica” contrapuesta. Nos trae a la memoria el símbolo magnánimo de Ladislas Kambale, poniendo a los pies de la Cruz el machete con el que los mercenarios de la guerra decapitaron a su padre. ¡La condición humana es abordada por la grandeza del perdón!
En
verdad, hemos de asegurar que la agresividad violenta no es cosa de nuestro
material genético, sino efecto del escenario social y educativo y, por tanto, en
su mayoría, producto del discurso maniqueo de las ideologías
sociopolíticas. Ya Cicerón, un siglo antes de Cristo, afirmaba, en sus
diatribas contra la crueldad y la tortura, la superioridad de la dialéctica
política civil por encima del choque de las armas. (cf. De Officiis, tercer
libro). Los conceptos residuales de la barbarie humana nos
presiona a todos a unirnos en una causa común en favor de la paz y una vida
digna. La paz es el don más necesario del mundo actual y la tarea más urgente de
personas, comunidades e instituciones. Trabajar por la paz es la más noble
misión de la mujer y del hombre (cf. Nicolás Castellanos, “Cartas desde las
periferias”, 2022, pag. 131). Hemos de
abrirnos, pues, a la esperanza como posibilidad real de paz. No podemos permitir que
siga creciendo la resignación y el fatalismo. A pesar de tanta
violencia que nos azota por todas partes, nos reafirmamos en la posibilidad de
la paz. La imagen del papa Francisco, agachado, besando los pies del presidente
sursudanés es todo un gesto de esperanza. Coherencia profética del Pontífice
que nos habla de buscar la paz desde nuestro propio corazón. Se podrá
salir de esta red enmarañada de tensiones, si somos capaces de
forjar caminos nuevos donde lo ilógico de la fuerza no
pueda triunfar jamás sobre la lógica de la razón.
Cuando
niños, inconscientemente, “jugábamos” a matar gorriones con tirachinas. Y hoy,
conscientemente, nuestros niños juegan a matar con sus videojuegos, involucrándose emocionalmente en batallas on line con sus amigos. Tecnología
de la ficción que justifica nuestra insistencia en sensibilizar a los niños en el respeto a la vida desde su currículo
escolar y su propio medio familiar. (En ciertos ambientes de marca
política, no es ningún secreto el intento de desposeer a la familia, y a la
misma Iglesia, de su función propiamente educativa). Es bien triste observar en
las redes sociales modelos estereotipados y alienantes de héroes e ídolos, ¡modelos
infantiles inversos de la vida real! ¿El niño, futuro de paz?
Al tiempo que bregamos entre la fragilidad y
la solidaridad, el deseo, la ilusión y la imaginación, merecería
la pena soñar: soñar en roturar caminos nuevos de solidaridad, abrir grietas en los muros de todas las
violencias, apostar por la cultura de la vida y por la utopía de la paz, ¡que no es evasión de
la realidad!: hemos nacido para vivir en mundo ético, justo y libre. ¡Hermosa y
necesaria utopía! Nos lo pide la sangre.
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