El miedo se ha posicionado en medio de nuestra sociedad
tocada por el Covib-19. Enfermos y muertos que siguen contabilizándose a lo
largo y ancho del planeta,como las crisis psicológicas en muchas parejas durante el
confinamiento, según resaltan las encuestas, y los niños que evidencian la
desigualdad a causa de su pobreza, y los parados ya por millones en el mapamundi de
nuestra historia social… Frente a tanta viremia, Jesús de Nazaret nos dice: “No tengáis miedo”
(Mt. 10, 26). Así resuena hoy con fuerza litúrgica. Es de esperar que de esta tragedia pandémica, surja
una nueva “normalidad”. Es lo que espera de corazón toda la gente de buena
voluntad.
No sé si estamos ya saliendo de la tiniebla viral, o tal
vez si habrá rebrote. Pero lo que sí hemos
experimentado en estos meses de pandemia es que o anclamos nuestra vida en la
esperanza fomentada por un testimonio de vida comprometida, o esto no es vida… No
habrá nueva humanidad al fin de esta peste, sin la conversión del corazón.
El Papa Francisco,
en su exhortación apostólica, “Gaudete et exsultate”, escribe
que es
el tiempo para el
coraje del corazón, tiempo para la “audacia
evangélica” que define como “parresía apostólica”. (129, 132). ¡Proyecto
de cambio de mentalidad!
Con todo, el miedo va mutándose (¡parresía!) en resiliencia humana con toda su capacidad de sobreponerse a momentos difíciles donde
Dios, una vez más, parece mudo e insensible al sufrimiento humano. Sin embargo, podemos reafirmar desde la fe que su silencio divino no nos puede llevar al
quebranto de nuestra solidez creyente... Esa es la esperanza del salmista,
cuando dice que “no temerás ni la peste que avanza en las tinieblas”. (Sal. 91,
5-6) Y es la esperanza de Pablo dirigiéndose a los cristianos de
Roma ante la escalada de violencia imperial: “¿Quién nos separará del amor de
Dios?...” (Rom. 8, 35-39). Mudo no es sinónimo de “ausente”. El mutismo de
Dios son lágrimas ante la cadena de ancianos,
médicos, sanitarios, capellanes muertos en la pandemia, como las lágrimas de Jesús ante su amigo
Lázaro difunto, que lo devolvió a la vida… (Rm 12,15; Jn,
11, 33)
No
puede haber esperanza en una nueva edad, si no trascendemos el dolor abrazando deseos de nueva felicidad. Ante la interpelación de Albert Camus en "La peste", nuestra respuesta es que tenemos derecho a
ser felices a pesar de nuestra ciudad infestada por el virus… En ello se
fundamenta el premio Princesa de Asturias de la Concordia 2020 concedido a los
sanitarios españoles, o la misma anécdota con que el Corpus granadino ha
vestido a su “Tarasca” con la dulce blancura del sanitario.
El miedo puede ser purificador toda vez que el Cristo pascual es nuestra propia
victoria que se proyecta en la entrega sin medida de los agentes de la salud.
Aunque no tengamos la respuesta inmediata a tanto sufrimiento, Él es nuestra
propia historia de salvación, nuestra “buena noticia” (Jn, 14, 1), nuestra piedra angular. (Ef. 2, 20; Hch.4,11).
Efectivamente, en estos duros momentos se nos pone a prueba y nos cuestionamos como un virus hace temblar todos nuestros cimientos o los cimientos en el que nos basamos son vanales... Y creo que tendremos que hacer un examen interior.
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