Vivía entonces en Jerusalén un hombre
llamado Simeón….
Había una profetisa Ana…
(Lc. 2,22-40)
Simeón y Ana, piadosos judíos,
entrañables ancianos cargados de fe y sabiduría,
viven hermanados en la esperanza mesiánica,
hurgando en los caminos del Espíritu.
Aguardan el consuelo de Israel,
lejos de los afanes de la
tierra.
Sus
miradas
clavadas en las alturas,
por encima de
los muros santos, marcan
destellos de
mística armonía.
En medio de la
expectación,
con alegría contenida y ardor profético:
predican la espada
en el corazón de la Nazarena,
y, en el recién nacido, se posan la hostilidad judía
y la liberación de Israel.
La vuelta a Nazaret fue tiempo de asombro
andanza de pobreza,
y camino de silencio y
misterio…
Quedan atrás los entrañables
ancianos
y cumplida la Ley.
Ahora se escribe una
lección para la historia,
en el umbral de una alianza nueva.
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