En sus
botas madrileñas anotó más de trescientos goles. Era la alegría de las gradas y
de las “teles” desde los tiempos del blanco y negro. Malabarista con el
esférico. Y más, en su relación humana. Por eso, dejó claro que “ningún jugador es tan bueno como todos
juntos”. Al colgar sus botas, mostró su extremada sensibilidad familiar:
"Me retiré a los 40 años porque mis hijas un día me miraron y me dijeron: Papá,
calvo y con pantalones cortos, no quedas bien”.
Y su buen humor característico no lo dejó atrás: "Marcar goles es
como hacer el amor, todo el mundo sabe cómo se hace pero ninguno lo hace como
yo".
Como entrenador
era exigente, no le dolían prendas. “Nunca olvides, gallego, que para llevar este
escudo, primero hay que sudar la camiseta”, le encasquetó un día al famoso
Amancio. Y dejó chantado que “un partido de fútbol sin goles es como un
domingo sin sol”. Y fue exigente consigo mismo: “Yo soy toro en mi rodeo y
torazo en rodeo ajeno”.
“Hay
muchos jugadores que no trabajan para el equipo sino para ellos. El jugador
grande es el de la colectividad” y lo demostró sobre el verde junto a sus incondicionales Kopa, Rial, Puskas y Gento.
Reprobó siempre la violencia como “algo
que no se puede entender y probablemente nunca tenga solución”. Y la pasión del
dinero: “Ahora
se juegan millones, antes nos jugábamos la vida”.
Tras recibir
el premio Presidente UEFA, se mostró tan simpático como sincero: “Se han
pasado. No me merezco todo esto, pero, como se dice en estos casos, no me lo
merezco, pero lo trinco”.
Este
ha sido Alfredo di
Stéfano,
leyenda del fútbol universal. Su estrella se ha apagado, pero ha dejado una estela luminosa que jamás se extinguirá en el
universo del futbol.
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