Hoy, como en los primeros siglos, hemos
de considerarnos un discipulado de referencia, dada la característica de la vida de los primeros cristianos,
según cuenta Tertuliano (converso
teólogo de la segunda mitad del siglo II))
en su Apología contra los
gentiles. Allí leemos que los paganos, admirados de la
fraternidad vivida entre los seguidores de Jesús, se decían unos a otros: “Mirad cómo se aman”. Y él mismo se reivindica testimonialmente escribiendo que “los cristianos no nacen, se hacen (Cap.
XVIII)”…
Hoy nos encontramos en un momento de
cambio de época, por “orden” de la pandemia que vivimos, dramático escenario
actual, que ya predica negativas consecuencias económicas y sociales. Audacia
evangélica se nos pide en nuestra navegación de cada día. Nuestra esperanza es Él,
dispuesto a meterse en nuestra vida con la señal de los clavos al aire pascual.
El silencio de la “piedra corrida” ha dado
paso a la Vida.
Hoy, como Tomás, nos damos cuenta de que la fe pasa por momentos de oscuridad. Pero, ciertamente, es el momento para proclamar que el Maestro está vivo. Nuestra fe en su resurrección nos hace ser referencia del optimismo cristiano. Portamos, aunque débilmente, el derecho a la esperanza.
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas,
se puso en medio…
(Jn. 20, 19-31)
En
medio del ancho hostil,
nosotros
aterrados, a causa del hambre, del paro,
del
sida, de la droga,
de
los odios fratricidas, que ejecutan a hermanos,
sentimos
un inmenso vacío sin ti.
Y
somos puertas cerradas,
por
miedo a complicarnos la vida.
Somos
seres errantes, timoratos,
incrédulos
a pesar de nuestros rezos,
tras
siglos y siglos sin darnos cuenta
de
tu maravilloso proyecto de humanidad nueva.
Plántate
en medio, Señor,
muéstranos
de nuevo tus llagas,
las
tuyas,
y
las de nuestros hermanos, los crucificados contigo
a
través toda la historia…
A
ver si, por fin, te reconocemos,
en
tu aventura salvadora.
Tú,
Jesús, no eres un recuerdo del pasado,
ni
tu presencia es un tú en mi yo,
separado
del nosotros.
Sí,
visto lo de Tomás,
palpamos
que no hay experiencia pascual,
si
no te muestras en medio de nuestra comunidad.
Necesitamos
(¡somos humanos!)
hurgar
tus heridas drenadas y victoriosas,
para
sentir la plenitud de vida nueva,
resucitada,
que
emana paz, alegría, confianza.
Para
gozar el destierro de todos los miedos,
de
todas las tristezas, de todos los agobios…
Que
tu Espíritu sople sobre nosotros,
reunidos
en Iglesia,
para
que la fuerza de su vendaval
abra
nuestras puertas y
nos
haga gritar a los cuatro vientos
con
rigor profético:
¡Señor mío y Dios mío!
Señor mío y Dios mío.
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