Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó…
(Lc. 10, 25-37)
He de
aguardar con paciencia
y en
silencio,
que la
Palabra cale en mí
y en mí
florezca todo su misterio
de
compasión y ternura.
He de
aprender a bajar de mi Jerusalén
al Jericó
de mis hermanos,
irrumpir en
las entrañas de mis gentes
y escuchar
allí
el dolor de
la tierra.
He de
bajarme de mi historia,
sin dar
rodeos,
para
detenerme en las cunetas
y limpiar
las heridas de la vida.
He de
acercarme a la voz
de los sin
voz
para
montarla en mi cabalgadura,
hasta el
lugar de la posada.
He de gozar
de la
ilusionante cercanía del Reino
para llevar
a la calle
el
dinamismo de la gratuidad evangélica,
con el aceite y el vino
que me enseñó el Maestro.
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